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COLUMNISTAS


El Impuesto de guerra que estamos sufriendo

Carlos Camacho [email protected] | Martes 08 noviembre, 2022


El impuesto de guerra, en sentido lato, es aquel que se establece ante hostilidades armadas en una región, país o territorio, ya sea propio o ajeno. Grava a los sujetos indistintamente si tienen involucramiento o no con el conflicto armado, embargo económico o ambos.

El mundo hoy se encuentra ante los supuestos de hecho: Se ha activado el hecho generador del impuesto, que recae, en este caso, sobre prácticamente toda la humanidad.

El impuesto se ha manifestado en un fenómeno de orden económico que combina una recesión “inminente” con una inflación disparada en los últimos meses.

El término recesión se utiliza para denominar la caída en la actividad económica real, en la producción y en el consumo de los bienes y servicios. El fenómeno recesivo usualmente se acompaña de una caída general de precios que estimula el consumo de bienes y servicios para frenar el desplome.

En este caso, la situación no se cumple, pues más bien experimentamos cada día una trepidante inflación en nuestros bolsillos. Un incremento sostenido de los niveles generales de precio.

Hemos vivido tasas tasas de inflación con niveles históricos en países desarrollados de Europa y en Estados Unidos de América. En el resto del mundo también hemos tenido niveles crecientes de precios debido a múltiples factores.

Hay un empuje de efecto carrusel que resulta de la crisis de los contenedores, que surgió, a su vez, de las distorsiones resultantes de los cierres de países durante los picos pandémicos de la COVID – 19. Se descarriló la normalidad de las actividades logísticas globales.

Globalizarnos ha sido una aspiración de un sector dominante de la sociedad mundial, pero parece que no avizoramos que la deseada globalización se da tanto para lo deseable como para efectos indeseables que resultan de una alta interdependencia.

Una mayor circulación de billetes verdes, emitidos sobre todo en la Administración Trump, para aumentar las capacidades de consumo de los hogares desempleados durante la pandemia, tenía que resultar en presiones inflacionarias que se acompañan por medidas compensatorias análogas en la zona Euro y en el Reino Unido.

Mayor dinero en circulación conlleva una devaluación significativa de divisas tradicionalmente fuertes, como el euro y la libra esterlina. Estas monedas, históricamente superiores en valor al dólar estadounidense se encuentran ahora en cuasi paridad. Como consecuencia, los productos norteamericanos se han vuelto más caros respecto a los europeos, que ahora son más baratos para quienes tienen dólares americanos.

Esta combinación de fenómenos: Una parada en la actividad económica, un aumento en los niveles generales de precios y una paridad monetaria ha hecho que las autoridades encargadas de la moneda o bancos centrales, guiadas por la escuela monetarista tradicional, nos receten aumentos significativos en las tasas de interés.

Una política clásica que funciona cuando la inflación es el resultado de mucho dinero en circulación, pues al aumentar la tasa de interés hay una disminución en el consumo y una mayor propensión al ahorro. Se reduce la cantidad de dinero en manos del público.

Pero la receta tradicional, mezclada en una alquimia extraordinaria de orden recesivo puede convertirse en keroseno para un sistema económico ardiente. Peor aún cuando en ciertas zonas del mundo los aumentos de tasas de interés superan el de la tasa de inflación reconocida.

Se da un efecto latigazo en el sistema económico que aumenta la espiral inflacionaria, empeora la condición de las personas y familias y disminuye sus canastas de consumo. Se da una merma en la capacidad de compra y entonces, se aumenta la profundidad y duración del fenómeno recesivo.

La situación postpandemia se agravó con la cruenta guerra invasora de Rusia a Ucrania, países que, aunque parecen lejanos, juegan un papel fundamental en la producción mundial de bienes esenciales, desde hidrocarburos hasta los graneros del mundo concentrados en Ucrania.

El aumento de los precios internacionales de los energéticos presiona el resto de los sectores económicos. El mundo se mueve gracias a esas fuentes de energía, por lo que el comercio traslada las consecuencias a los precios de los bienes. Una situación en una aparentemente lejana zona de guerra afecta la producción del más básico nivel de consumo local en países como Costa Rica.

Las autoridades monetarias de Costa Rica han tomado acciones miméticas, triplicando la tasa básica pasiva en muy poco tiempo. Parece que están abordando el fenómeno como si fuera un asunto de orden interno, sin considerar que la inflación tiene un alto nivel de interacción e importación que resulta del entorno someramente abordado en párrafos anteriores.

Quere curar al paciente sin aislarlo del resto de los padecen su mal solo puede contaminar más y generar una endemia económica imposible de atacar con recetas tradicionales de los clásicos monetaristas, que no consideran los elementos importados que tiene la inflación local.

A la vez, de manera no poco paradójica, la baja en el consumo se da en las capas sociales menos favorecidos. Una vez más los platos rotos los pagan quienes ya ni platos tienen. Se aumenta la brecha entre quienes se benefician de unos niveles de consumo sorprendentes, en particular en sectores como servicios turísticos locales e internacionales.

En contraparte a la paradoja de los precios y tasas de interés crecientes, se contrasta el otro grave riesgo: La imposibilidad de resolver la crisis de desempleo. Estamos en niveles tan altos como los pre-COVID, donde tenemos una segmentación favorecedora en sectores, en particular de servicios relacionados a tecnologías de la información y servicios de negocio, por ejemplo, con un contraste por la alta concentración de desempleo en grupos de menor preparación académica, o con perfiles que denotan una crisis profunda en los puentes entre centros educativos y empresas demandantes de personal.

El fenómeno, por tanto, es más complejo que la mera inflación. Esta no viene sola, se acompaña de una serie de elementos inusitados que convierten su solución en un reto nuevo, que no se puede resolver con viejas recetas de la economía clásica.

El aumento de las tasas de interés es insuficiente e impertinente para resolver los asuntos apuntados. ¡Es más! Es un agravante, el remedio es peor que el mal que se pretende resolver.

Aumentar las tasas de interés tiene también efectos fiscales. Estamos con ello aumentando el costo financiero de la deuda para atender un gasto público que, ante la inercia del Ministerio de Hacienda en plantear una solución integral, crece, sin que haya propuestas para combatir la evasión, estimada en palabras del propio presidente de la República en alrededor de tres mil millones. ¡Simplemente obsceno!

El remedio de Hacienda es no hacer nada, el del Banco Central es hacer lo mismo para lograr resultados distintos. Una perversa combinación que resulta en el denominado título de impuesto de guerra.

Este “impuesto” es de carácter general, pero al ser proporcional en escalada, todo lo que ocurre es que los sujetos pasivos son todos los miembros de la economía con independencia de su capacidad contributiva, con lo que se torna en el más injusto de las formas impropias de impuestos.

Empobrecer es un pésimo negocio para quien se beneficia y por supuesto, para quien sufre, de por sí, severas cargas y angustiantes condiciones de inseguridad sobre el futuro inmediato, sobre su capacidad para enfrentar sus obligaciones y, a la vez, darse el lujo divino de comer al menos una vez al día.

Hemos llegado al punto en que toca actuar a riesgo de equivocarse. Enderezar las medidas tomadas es de sabios. Dejar de buscar el diagnóstico perfecto y el indudable culpable de la causa también lo es. Se debe entrar de inmediato en las soluciones prácticas y para ello, las autoridades nacionales deben entender que la espera solo alarga la agonía y que, en sentido contrario al buen vino, el tiempo solo pudre y no mejora las cosas.

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